domingo, 15 de agosto de 2010

IRA YAO - EL CUNAGUARO - Parte 1

Esteros de Camaguán,
arpa, maracas, y cuatro...

Verano de 1958.
Sobre la represa del Guárico, sentado en el chinchorro que había colgado entre el paral del carro y un poste de alumbrado, el joven Rolan veía morir la tarde.
Hacía tres semanas que había llegado a ese país, y dos días de haber dejado la capital para ir a los esteros de Camaguán; pero, le parecía encontrarse a millones de años atrás en el tiempo.
El grupo con el cual estaba no podía ser más heterogéneo.
Los extranjeros estaban formados por: Pablo, un isleño de las Islas Canarias, mecánico. José, maduro español, soldador. Y él, Rolan, joven técnico sureño de padres franceses.
En cuanto a los nativos los constituían: Yanomo, indiecito aborigen de ocho años. Aníbal, mestizo y pintor renombrado. Y Martín, viejo herrero mezcla de indígena, blanco y negro.
Los dos últimos habían insistido en realizar ese viaje para que los musiúes conociesen la verdadera Venezuela, no la aparente y extranjerizada de la capital.
Cambiaron del altiplano de una moderna ciudad a las frías alturas de la montaña costera, para luego bajar al calor del valle e ir adentrándose en las planicies de la sabana.
La paz de la noche les hizo dormir rápido. La mañana los despertó con el estrépito de miles y miles de aves volando y cantando. Surgió el sol, y llegaba con fuerza renovada.
Y también con fuerza, surgió el hambre matinal.
Sólo tenían arepas llaneras compradas la tarde anterior en el pueblo Ortiz, el resto de un pernil de cochino y, lógicamente, abundancia de agua y frías cervezas en las cavas portátiles.
–¡Eh, Martín!... –gritó Pablo, desperezándose– ¿Qué vamos a desayunar? ¿Hay algún pueblo cerca?
–Está Calabozo, a veinte kilómetros. –indicó el viejo– Pero ahora comeremos pescado fresco. ¿No es cierto, Yanomo?
El indiecito rió confabulado. Martín sacó del auto sedales que terminaban con un alambre de acero antes del anzuelo.
Luego tomó el hueso del pernil en el cual quedaban unos restos de carne, lo ató arrojándolo a las aguas de la represa.
De inmediato se formó una ebullición donde había caído.
El niño recogió el hilo. Al llegar arriba, el hueso se hallaba blanco y mondado, brillante de limpio.
–Allá abajo está lleno de pirañas. –afirmó Aníbal– Son peces sabrosos. Los indios y los llaneros las pescan. Así que saquen la parrillera para comerlas con arepas y cerveza.
–¡Por Dios!... esos bichos devoran a la gente. –protestó con asco José, el hispano.
–Sólo a los animales enfermos o heridos. –aleccionó Martín– Y ahora nosotros desayunaremos con ellas. Es el ciclo de la vida. Un ser muere para que otro pueda vivir.
Y Rolan comprendió porqué la gente trataba con respeto al viejo. Tenía la sapiencia de la edad y de la naturaleza.
Asaron las pirañas. Pescarlas fue fácil, mordían cualquier cosa con sangre. Pero, para quitar el anzuelo se debía usar un alicate; aún agonizando, podían sacar un trozo de dedo.
Luego, reanudaron el viaje. La brisa era ya una canícula. Delante iba el jeep con Pablo y José quienes, sintiéndose los conquistadores, querían ir en lugar primero.
En la camioneta venía Rolan y Yanomo. El pequeño indio se había encariñado con él e iba diciéndole los nombres de las aves, plantas y animales que veían mientras avanzaban.
Dejaron atrás la represa. Pocos minutos después llegaron a Calabozo. Cuando bajaron en el pueblo, Rolan creyó que la nariz y garganta se le abrían quemadas por el calor.
Rápidamente marcharon de allí. Durante el camino se veían resecos pantanos y charcas. Pero, en ese mar de pasto ocre, surgían islotes de verdes palmeras y árboles.
El paisaje era de una belleza sobrecogedora, lujuriosa. Se podía mirar para todos los lados hasta el infinito y daba la sensación de estar en el centro del mundo.
Cerca de mediodía llegaron a un pequeño poblado. Con audacia, preguntaron si había un lugar donde comer.
Les indicaron un cobertizo más alejado. Al entrar quedaron pasmados; allí predominaba la limpieza.
Había una enorme cava frigorífica, seis mesas de pulcra tabla con sus sillas, un bar con variedad de bebidas y, tras un muro, la cocina y el budare donde hacían las comidas.
Jamás volverían a comer con la frescura y abundancia de alimento que fueron servidos, ni con la simpatía y belleza de una mujer criolla como la de la llanera que les sirvió.
La comida, más las cervezas en cantidad, y el poco deseo de regresar a la reverberación de afuera, hizo quedar al grupo que pronto entró en conversación con dos llaneros.
Ellos, llamados Heriberto y Gonzalo, dijeron que eran de San Fernando de Apure e insistieron en guiarlos. Tenían un jeep, pero éste con poderosos focos en el techo.
El lugar donde estaban se llamaba Cunaguaro. El nombre provenía de un felino conocido también como ocelote. Era un excelente nadador y merodeaba por las orillas de los ríos.
El cunaguaro, animal hermoso, independiente, solitario, estaba a punto de desaparecer por la persecución humana.
Sin embargo él, inteligente, aprendió a tolerar y cuidarse del hombre. Y le sobraba guáramo para llegar hasta los pueblos, aunque prefería cazar en sus territorios selváticos.
Rolan notó la admiración de los criollos hacia el cunaguaro. Hablaban de él con respeto, ya fuese de sus habilidades como de su belleza natural. Y el joven, sintió que debía conocerlo.
Pasadas las cuatro de la tarde retornaron a los carros.
Los llaneros les indicaron que podían dormir en el pueblo de Camaguán. Y, convertidos en amigos por las cervezas y el ron, se ofrecieron de baqueanos para ir de cacería esa noche.
Dijeron conocer buenos lugares donde podían encontrar algún venado, o un báquiro, o tal vez hasta un cunaguaro.
Los viajeros aceptaron. Pero, una mirada extraña unió a Martín, Aníbal, Yanomo, y Rolan. Una mirada de malestar.
Pablo llevó a Heriberto, les seguían en la camioneta Rolan y Yanomo, luego venía Martín con José, y para cerrar fila Aníbal con Gonzalo en el todoterreno del último.
Llendo hacia Camaguán la naturaleza era más serena, más verde, la planicie bajaba suave hacia el sur, al gran Orinoco.
De pronto el jeep de Pablo aceleró y, zigzagueando, pasó a la vía contraria. Rolan vio que el isleño buscaba arrollar una serpiente de dos metros que cruzaba la carretera.
Le pasó por encima pero, aún no satisfecho, frenó; puso la marcha atrás y volvió a aplastarla. Todos pararon, yendo a ver el amasijo en que se había convertido el pobre reptil.
–Es una tragavenado, una macaurel... –Yanomo murmuró, triste – en mi tribu las matamos, pero es para comerlas.
–No ataca al hombre, ni es venenosa. –completó Aníbal– Y es falso que puede tragar venados. Sólo devora roedores y alimañas, a lo máximo un cachicamo. ¿Por qué la pisaron?
–Es que los civilizados tenemos que matar para sentirnos superiores. –espetó Rolan, mirando furioso a Pablo.
–¿Qué te pasa?... –respondió el isleño, guapeando altanero– ¡Es sólo una víbora!... Primero se mata y luego se averigua.
El ambiente se volvió tenso. Ninguno de los dos jóvenes cedía en un enfrentamiento peligrosamente silencioso.
Martín se interpuso colocando una mano sobre el hombro de Rolan y, mirándole a los ojos, habló sereno:
–Tranquilos. Ya pasó… Sí, no hacía falta matarla... Pero, no todos somos iguales ni pensamos de la misma manera.
Rolan sintió la tibia mano del indiecito tomando la suya y se calmó. Miró con firmeza a Pablo y, sin decir nada, giró en silencio yendo de vuelta hacia el coche con Yanomo.
Allí quedaron, ambos sentados, esperando que retornasen los demás a sus vehículos. Martín se acercó, miró a Rolan con satisfacción y, moviendo la cabeza, dijo:
–¿Sabes algo, Catire?... Eres un gran carajo.

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IRA YAO - EL CUNAGUARO - Parte 2

LAS FIERAS
Detrás de cada arma hay un cobarde...

La pensión en Camaguán era lo suficiente limpia como para pernoctar. Los viajeros se ducharon y fueron a comer.
A las nueve salieron de cacería. Heriberto sacó de su jeep un rifle dándoselo a Pablo, quien había dicho ser cazador.
Dejaron el carro a orilla de la carretera, adentrándose por una trocha con los dos todoterreno y la camioneta. Fueron penetrando en un bosque que parecía un túnel.
Llevaban las luces bajas pero, de improviso, Heriberto encendió los focos del techo y éstas alumbraron una fila de animales similares al cerdo, que huyeron en la espesura.
Pablo disparó dándole al último, el cual quedó chillando.
–¡Un báquiro! –dijo Yanomo, saltando a buscar la presa.
–¡Cuidado!... –gritó Martín– los otros pueden volver.
Rolan recordó que ese animal era igual a los jabalíes; si uno resulta herido los demás van en su defensa, pudiendo con sus colmillos matar hasta un jaguar... o un hombre.
Se lanzó tras el indiecito y, cargándole rápido, volvió a tiempo a la camioneta perseguido por los otros saínos.
Gonzalo remató de un tiro al cochinillo y, haciendo sonar los motores al máximo, lograron que la familia huyera.
Luego, la noche y la selva parecieron más silenciosas que nunca. Yanomo miraba a Rolan. Los demás no salían de su asombro. Heriberto rompió el silencio con una chanza:
–Resultó ágil el musiú catire...
–¿Y quién no lo es con un báquiro atrás? – agregó Gonzalo.
La risa volvió a reunir el grupo, y prosiguieron la cacería.
A las dos horas ya volvían, el cansancio se hacía sentir. Deseaban una cama o el fresco reposo de un chinchorro.
Venían por otra trocha. Heriberto movía el foco del techo explorando entre la maraña.
Junto a un tronco vieron brillar dos ojos.
El hombre aumentó la luz. Un hermosísimo animal se destacó con sus orejas tiesas.
Parado, tendría unos cuarenta centímetros de alzada, de cuerpo robusto y patas fornidas. Se le notaba ágil, vivaz.
–¡Es un cunaguaro! –susurró Yanomo, con respeto.
Pablo y Heriberto dispararon, matando a la elegante fiera. Yanomo y el catire se miraron con angustia y dolor.
Sabían que se debe matar para comer. Lo del báquiro se justificaba, pero con el felino sólo era demostrar ruindad.
Fueron donde el cunaguaro.
Era un bello ejemplar de quince kilos y setenta centímetros de largo sin contar su cola de treinta.
La bella piel color naranja dorado con franjas y manchas café, rebordeadas de negro, estaba perforada por las balas. Debajo del hocico y el vientre, el pelaje aparecía blanco.
Tenía orejas redondeadas, cabeza estilizada, y en ella seis líneas horizontales. Dos llegaban hasta los ojos. Ojos pardos que, vidriosos por la muerte, aún tenían una mirada inteligente.
–Era una hembra... debe tener el cachorro cerca. –musitó Martín, comenzando a buscar en los alrededores.
Rolan sintió que se le revolvía la sangre odiando a la especie humana y su falsa superioridad, pero se contuvo.
Martín retornó con un cachorrillo del tamaño de un gato chico. La cría era encantadora. El terror le hacía chillar.
–Quedó sin quien la cuide. – dijo, dándolo a Rolan.
–Yo lo cuidaré.
–Lo sé. Son hermanos. Los dos son parecidos. Cada uno a su manera. Son solitarios en un mundo de seres diferentes.
Los llaneros cargaron el cadáver de la madre en el jeep, obtendrían buen precio por la piel.
Todos volvieron a los coches.
Yanomo llevaba al cachorro sobre sus piernas.
–Es una hembrita... –dijo con indígena introspectiva forma de ser– una hembrita Ira-yao. Tú eres un hombre Ira-yao.
–¿Qué me está diciendo? –preguntó Rolan a Aníbal.
–Ira-yao es como en su tribu llaman al cunaguaro. Te está dando un gran honor. Dice que eres hombre cunaguaro.
Rolan tenía los ojos húmedos. Jamás se había sentido tan honrado con un título. Y dijo, para disimular la emoción:
–Aníbal... ¿Cómo conoces el idioma de Yanomo?
–Mi madre es india, se llama Yaruré, de la misma etnia, la Yanomami, pero de distinta tribu. Mucho más al sur, en el Estado Amazonas. Mi padre era como el tuyo, francés.
–¿Y cómo se conocieron?
–Hubo un dictador, el general Guzmán Blanco, que gobernó de 1870 a 1888. Fue hombre de política liberal, progresista, anticlerical, que hizo superar el país en lo material e intelectual. Tenía adoración por lo francés, quiso convertir a Caracas en una “petite” París. Trajo de Francia la arquitectura, las costumbres, los artistas. Fueron los “messieurs” que luego se convertiría en “musiú” como sinónimo de extranjero.
–O sea, que musiú significa señor. –reflexionó Rolan.
–Por mucho tiempo lo fue... pero luego con el petróleo se corrompió todo, y llegó a ser despectivo. –dijo Aníbal.
Rolan acariciaba la piel de la cachorra, y musitó, reflexivo:
–A veces pienso que el progreso destruirá este mundo natural... y que yo estoy ayudando a ese progreso.
–No puedes evitarlo. Los conquistadores vinieron por el oro. Después llegaron los hambrientos y perseguidos en busca de tierras fértiles, ahora el petróleo es el oro negro.
–Nosotros usamos el excremento del diablo para curar enfermedades y arreglar curiaras. –dijo Yanomo.
–¿Te das cuenta, Catire?... –indicó Aníbal– Las cosas no son malas en sí, sino como se usan. Excremento del diablo es como los indios llaman al petróleo.
–Acertado el nombre. –musitó Rolan– Los aborígenes son más sabios que nosotros, los que nos llamamos civilizados. Pero, continúa. ¿Cómo sigue la historia de tu papá?
–Mi padre era pintor, aventurero. En vez de quedar en la capital marchó a Angostura. Se enamoró de la selva, de los llanos, del Orinoco, de las tribus indígenas, de los animales, pájaros y árboles... todo lo pintaba y dibujaba. Un día que remontó el río hasta una aldea de indios, le ofrecieron una niña cuyos padres habían muerto. El francés la crió. Yaruré creció, el musiú se casó con ella. Fue mi mamá. Nací yo y mis hermanos. Nos criábamos entre dos culturas. En Angostura éramos llaneros; y en la aldea, indios.
–¿Cómo llegaste a Caracas? Eres famoso por tus dibujos.
–Mi padre envejecía, enfermó, y retornó a la “petite París”. Allí nos educamos. Nos dejó la costumbre de volver cada tanto a nuestros ancestros, a los Yanomami. En una visita encontré a Yanomo, era huérfano. Se repetía la historia. Lo adopté, y ahora se cría con mis hijos caraqueños.
–Y tú seguiste con el arte de tu padre. –agregó Rolan.
–Sí... Es una mezcla de placer y deber. Soy feliz cada vez que dibujo algo de nuestra fauna o naturaleza, de la selva de árboles, animales, aves y ríos. Y me siento obligado a hacerlo para que lo conozcan los seres de la ciudad, ya que muchos nunca saldrán de la selva de concreto.
–Ojalá yo pudiese dibujar como tú, quisiera aprender a tu lado. Pero, será difícil, a ti la naturaleza te surge de dentro.
–Lo harás. Hay dos clases de emigrantes, los que dejan el ancla clavada en su tierra, y los que la echan en la nueva.
–Hay otra, –agregó Rolan– los que no anclan en ningún lado. Los corsarios de todos los tiempos.
–Ésos sólo pasan. Recuerda, mi padre también era musiú. Recuerda Catire... eres hombre Ira-yao.

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IRA YAO - EL CUNAGUARO - Parte 3

LOS HOMBRES

Donde esté el hombre, estará la maldad...

Los llaneros dijeron a los citadinos que los siguiesen al Tiznao, un local cercano.
Desde lejos se veía que era una mezcla de pista bailable, bar y burdel. Sobre un tinglado un conjunto de arpa, maracas y cuatro, tocaba. una música muy hermosa.
Heriberto juntó dos mesas reuniéndose el grupo. Pronto fueron rodeados por incitantes mesoneras de largas y floridas faldas, grandes escotes. Empezó a correr la bebida
Algunos salieron a bailar con las mujeres. Rolan fue hasta el carro, Yanomo dormía con la cunaguarita envuelta en el chinchorro. Ambos en su mundo de sueños... o de recuerdos.
Se dirigió al fondo. Del salón salían las parejas hacia las casuchas. La comedia del sexo comprado llegaba al final.
Bajo otro árbol, en la penumbra, le llamó la atención un joven acicalado con ropa lujosa que estaba con dos policías. El joven y los dos agentes se fueron entre la oscuridad.
Oyó el quebrar de una rama en la tierra. Era Gonzalo, que venía con un vaso en la mano.
–¿Qué pasa, catire? ¿Qué está haciendo aquí? –preguntó.
–Mirando vivir... –respondió Rolan con triste sonrisa.
Al rato, de la oscuridad surgieron aquel joven acicalado y los dos policías. Éstos tenían una mirada pervertida, de burla. El joven una dolorosa sonrisa masoquista de desahogo.
–Si el viejo lo viera. –murmuró Gonzalo– Al padre le sobra guáramo. Es un macho. Un caudillo... Y tener un hijo así. Hijo de tigre nace con rayas... pero éste salió rayao.
Rolan, movió la cabeza y prefirió no comentar.
Después, se fueron todos para Camaguán. Esa noche la cachorrita Ira-yao durmió junto a él. Extrañaba los latidos del corazón de su madre, y los halló en el de Rolan.
En la mañana, le despertó un roce mullido. Tenía frente a sí la hermosa trompa de la cachorrita. Y, tras ella, el rostro sonriente de Yanomo, quien había dormido en la otra cama.
El indiecito le golpeaba la cara con una de las manos de la cunaguarita, repitiendo:
–Despierta, hombre Ira-yao. Tengo hambre...
Se levantó de inmediato, e instintivamente miró la cama.
–Durmió a tu lado. –dijo el muchacho– Pero, quédate tranquilo. Ningún gato ensucia donde duerme.
–Sí, ya veo. ¿Y por qué la tienes amarrada así?
El indiecito le había puesto un guaral cruzándolo sobre pecho, garganta y anudándole sobre el lomo del animal. El otro extremo lo tenía sujetado a la muñeca de él.
–Ya la saqué afuera e hizo lo suyo. Si no estuviese atada hubiese huido para el monte y no la encontraríamos más. Cualquier animal la hubiese matado.
Rolan acariciaba el lomo y la cabeza de la cachorra. Ella refregó la frente contra la mano del joven. Y con gozo le lamió un dedo, mordiéndolo tiernamente.
–Está dejando su marca. –siguió Yanomo– Ahora eres el animal que la protege. Te pide comida. Tiene hambre, y la madre está muerta. La están desollando en este momento.
Rolan sintió en su dedo el filo de los dientecitos, el clavo de los colmillos, la succión de la áspera lengua. Pero, sobre todo, sintió rabia hacia la especie humana.
–Cuidado. –previno el indiecito– Es una cachorra, pero si muerde puede perforar un dedo. Y si araña, abrir la carne. Los animales tienen cuero; nosotros, una débil piel.
–¿Qué le podremos dar de comer? –preguntó Rolan.
–Lo que toman todos los cachorros... ¡leche!... Ya le dije a la cocinera que le entibie un vasito y tenga mucha manteca. La leche de los animales es más grasosa.
–Yanomo... ¿Cómo sabes tanto? – murmuró admirado.
–Soy indio. Las aprendí en la tribu... y ahora en el colegio.
Rolan se sintió otra vez insignificante. Luego, con el niño, improvisaron una tetina para la cunaguarita, quien después de mamar quedó dormida en las piernas del catire.
A mitad mañana salieron para San Fernando de Apure. Y Yanomo le hizo con cañas una jaula a la cachorra.
Llegaron a Puerto Miranda. El río Apure era enorme, con un caudal turbulento de aguas barrosas.
La mayoría de los botes eran curiaras, hechas ahuecando troncos a lo indio; que, llevando en sus popas fuertes motores fuera de borda, iban y volvían de San Fernando.
El camino terminaba en un farallón a metro y medio sobre el río. Gonzalo dijo que esa era la orilla en época normal pero ahora, con la sequía, las barcas atracaban más abajo.
Deberían esperar dos horas para su el trabordador
Yanomo invitó a Rolan para zambullirse desde la rampa. Apenas entró en el agua, tuvo que hacer acopio de valentía. No se veía nada dentro, era turbia, la corriente fortísima.
Cada vez que llegaban al remanso de la playa, el niño lo tomaba de la mano y le arrastraba nuevamente a la barranca, riendo y gritándole mientras saltaban juntos:
–¡Vamos, hombre Ira-yao!... El cunaguaro no tiene miedo del agua. A los Ira-yao les gusta trepar y nadar.
–Mire, musiú... en ese río hay pirañas… –Heriberto le dijo.
–A buena hora lo dice. –respondió entre burlón y serio.
–No hay peligro. –terció Yanomo– Tu eres hombre Ira-yao. Yo tengo la señal del caribe, no me morderán otra vez.
Y mostrando la pantorrilla de su pierna izquierda indicó un hueco del tamaño de una nuez. Rolan miró a Aníbal.
–Es una mordida de piraña. –dijo éste– Siendo chico, su madre debe haberlo puesto en el río para ser marcado por los caribes. Creen que así, nunca más serán atacados.
Rolan reflexionó si no habría algo de verdad. Cada vez se sentía más compenetrado con la naturaleza primitiva.
Llegó el trasbordador, y eso le hizo reír. Era una simple chata sobre algo que le hacía flotar. Sin embargo, cargó los carros de los viajeros y un enorme camión de cervezas.
Sólo Gonzalo, Heriberto acompañaron a los vehículos. Los demás subieron a curiaras que los llevaron a través del río.
No se sabía quienes eran los más audaces. En la curiara el agua estaba a pocos centímetros de la borda. En la gabarra, la baranda era un mecate que iba entre los palos.
El hotel también era otro ejemplo de anacronismos. El frío del aire acondicionado contrastaba con la realidad exterior.
Quizás fue por la cachorra, o el ver a Yanomo, o las caras de mestizos de Martín y Aníbal; pero a ellos les dieron una choza turística en los fondos. En cambio, a Rolan, Pablo y José le ofrecieron una habitación en la parte alta del hotel.
Ante el asombro de turistas y empleados, Rolan sacó de inmediato la cunaguarita de su encierro y, tomándola en sus brazos, dijo que iría con los nativos a la cabaña.
Dejando dentro el cuarto a la cunaguarita, se dirigieron a almorzar. Martín le pidió a Rolan platos de la región:
Lapa y Pastel de Morrocoy. Eran de sabor exquisito.
El hotel tenía un pequeño zoológico para mostrar la fauna de la región a los turistas. Cuando Rolan vio al armadillo y a la tortuguita que había comido, juró no volverlo a hacer.
–Hombre Ira-yao, –rió Martín– al cunaguaro le gustan.
–Pero aún soy un ser humano. –dijo Rolan, afligido.
Se acercó un alto extranjero, rubio y alcoholizado. Venía con un viejo llanero quien, autoritario, espetó a Rolan:
–¿Usted tiene el cachorro de la cunaguaro?... Lo compro.
Y el ebrio extranjero, dando su tarjeta, chapurreó:
–Yo representar grandes peleteros... ¡Pagar bien!... Ya tener piel de la madre... ser muy bella...
–Sí, un hermoso animal. –replicó Rolan– Y más cuando estaba viva. Una hembra con cría. Matada por gente como ustedes. No les daría la cachorrita por nada en el mundo.
–La compra de esa piel está prohibida. –aseveró Aníbal– y no se pueden sacar del país los animales autóctonos.
–¡Bah!... –contestó el extranjero con aliento a alcohol– todo se puede comprar... y cuando algo es prohibido, vale más.
Aníbal y Rolan volvieron a su charla, despreciando así al traficante y al rico llanero. Éstos, aún no reponiéndose del asombro, giraron. Y, con sonrisa sarcástica, se marcharon.
Rolan pidió un vaso de leche y un poco de pollo crudo para la cachorra. Ella dependía de él, debía alimentarla

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IRA YAO - EL CUNAGUARO - Parte 4

EL LUGAR
No hay lugares, diferentes,
hay personas distintas...

Rolan, con sus amigos, salieron a conocer. Vieron babas de casi metro y medio, también caimanes que superaban los tres metros.
Y también observaron sus tapados nidos donde dejaban los huevos.
Los llaneros les decían que por la altura de esos nidos se podía saber cuando vendrían las lluvias y donde llegaría la crecida del río. Ese año los habían hecho muy abajo.
En el atardecer, Rolan estaba en el fondo de la choza con Martín, Aníbal, Yanomo y la cunaguarita.
A ésta le habían alargado el guaral para que pudiese correr con el indiecito. Los arreboles en el cielo imponían respeto.
El ruido de miles aves volviendo a sus nidos llenaba el aire. Paraulatas, Periquitos, Guacamayas, Cardenalitos, Corocoros, Patos Güirí, Chusmitas. Hasta se veía el solitario halcón Caricare y los gregarios zamuros.
La cunaguarita volvía cada tanto, refregándose contra las piernas de Rolan con un imperceptible ronroneo.
–Catire... ¿tienes cachorros? –le preguntó Martín.
Le sorprendió la pregunta. Pero, se iba haciendo a la forma natural de esas personas. En ellos no existía la falsa cortesía de los citadinos de otros países. Eran amigos o no.
–Sí. –respondió– Uno de cuatro años, está con mi señora... Lejos... hace tres meses que no lo veo.
–Hum... Eres civilizado, tienes señora. Nosotros, mujer; el cunaguaro, hembra. Mira, la cachorrita ya no recuerda a su madre. Para ella, ahora tú eres su conexión a la existencia. No hay unión que resista la distancia y el tiempo.
Volvió el silencio en tanto los hombres miraban lejos.
–Tú eres joven... –siguió el viejo– y esta tierra también. La ves marchita por la sequía, pero apenas lleguen las lluvias rejuvenecerá con lujuria tropical. No podrás estar solo.
–Catire... –continuó– tú tienes ojos azules pero parecen de cunaguaro, el pelo amarillo igual, y el cuero blanco como su pecho... Tú te vas a quedar, haces parte de la tierra, de la naturaleza, tienes alma de cunaguaro.
–Yanomo piensa lo mismo. –dijo Rolan– Y, por lo que he visto hasta ahora, hasta yo lo voy creyendo.
–Una vez leí, –indicó Aníbal– que, no sé cuando, todas las tierras estaban juntas. Y que todos los animales venimos del mismo reptil anfibio, el cual, sabrá él porqué, decidió quedarse en tierra. Quizás entonces el cunaguaro y tú compartieron algo de la forma de ser, y aún lo mantienen.
–Fue una época donde todos éramos animales, ni buenos ni malos, queriendo vivir. –comentó Rolan– Unos pudieron, otros no. Pero luego el hombre se volvió tan engreído que ni quiere reconocer que es un animal más... a veces el peor.
Los otros rieron. El artista mestizo volvió a hablar:
–Tus amigos se irán. Muchos de los extranjeros, tarde o temprano se marcharán. Son como los patos que vienen de tierras lejanas. Aparecen cuando los granos y el arroz están en abundancia. Aquí se llenan, se hartan. Y cuando esa riqueza empieza a escasear... se van.
–Tu padre se quedó. –dijo Rolan, buscando justificativo.
–Él también tenía alma de cunaguaro. El Ira-yao siempre estuvo, está... y estará. Él es muy inteligente, le deja los poblados al hombre, mientras él sigue en el monte.
–Le debe costar comer con esta sequía. –cortó un hispano.
–Un poco, nada más. –continuó el mestizo– En los meses de abundancia come cachicamos, rabipelaos, lapas, crías de monos, pequeños chigüires, pecaríes y venados, lagartos, morrocoyes; iguanas. Y como anda por las ramas y sabe nadar, no desprecia las aves y los pescados.
–¡Vaya!... –volvió a cortar José– es todo un cazador.
Los demás le miraron serios para que no interrumpiese, y el hombre ocultó su pena tras el vaso de cerveza.
–Sí que lo es. –retomó el cuento, Aníbal– Pero en la mala se conforma; caza ranas, ratones, peces, cangrejos, culebras, lagartijas, restos, y salta para atrapar insectos, palomas y pájaros. Solamente si el hambre lo obliga, se anima a llegar hasta los poblados para llevarse cochinitos y aves de corral. No ataca a las personas... ya sabe lo que son las armas.
–Sin embargo, la cunaguara no escapó. –indicó Pablo.
–Porque estaba encandilada, –dijo agriamente el mestizo– o tal vez... porque protegía a su cachorra. Sólo una hembra es capaz de eso. Es algo que nunca sabremos. Una madre lo comprende, pero nosotros somos hombres.
–Y nos creemos más hombres detrás de un rifle. –lanzó la frase Rolan, con acentuada amargura, viendo el fondo de su vaso vacío de ron.
Todos miraron a Pablo, esperando una respuesta, pero éste se hizo el indiferente. A lo lejos surgió la figura de Yanomo y la cunaguarita. El indiecito le soltó la correa.
La cachorrita vino corriendo y de un salto cayó sobre las piernas de Rolan, acurrucándose como un gato en ellas.
Todos sonrieron. Sobraban las palabras.
Quedaron allí un rato más. Tenían tanto que aprender los musiúes, y tanto que enseñar los criollos. Fueron al bar.
Rolan se llevó la cachorrita y la dejó dormitando sobre la cama. Luego se dirigió a la piscina del hotel. Quedó viendo el cielo lleno de estrellas. La voz de Gonzalo lo sobresaltó:
–Usted es catire extraño. Se enfrenta a un compañero por una culebra, no tiene miedo a un báquiro por salvar un indio, adopta a un cunaguaro salvaje, y tiene las agallas de ignorar a ese viejo que es un poderoso dueño de fundos... Sin embargo, usted siempre parece querer andar solitario.
–Pienso que sólo se debe matar para comer. –respondió– Que se debe ayudar a alguien en peligro. Que mientras coma, beba, orine y defeque, ningún hombre será superior a otro. Y que con la verdad, no ofendo a nadie.
–No se confíe con ése. –murmuró Gonzalo– Le gusta matar, animales y personas. Aquí había tigres, pumas. Vino la moda de las pieles. Ése y sus amigos los exterminaron. Tiene muchos hatos. Y muchos muertos encima. Si alguien le molesta, lo elimina. Es poderoso, no importa quien esté en el gobierno. A los gobernadores los maneja él.
–Parece que lo conoce. –dijo Rolan, incitándole a hablar.
–¿Quién no?... En el siglo pasado sus padres pusieron una quincalla en San Fernando. Hicieron reales. Tuvieron un hijo, Crisóstomo, ese caudillo. Crisóstomo salió guapo, padrote. Cuando joven, iba a las tribus trayéndose una india joven... para que lo cuidase por un tiempo... y al tener ésta la barriga grande, la devolvía, regresando con otra.
–Hombre responsable... –interrumpió, irónico, Rolan.
–Decía que así mejoraba la raza de esos micos, como él los llamaba. Mayor, se casó con una niña de la capital, que le dio un hijo y ella murió. Crisóstomo se volvió un tirano. Apoyado por la dictadura de Gómez, se hizo de hatos por la ley o por la fuerza. Él era el comisario. La ley y la fuerza.
–Ahora no hay dictadura. –comentó el joven.
–¡Vamos, compadre!... Siempre es igual. No importa quien esté en el poder. Es el mismo musiú con diferente cachimbo, lo que ustedes llaman pipa. –aclaró Gonzalo.
–Hay una justicia más grande que la del hombre, aunque a veces parece que no llegase. –Rolan dijo como reflexión.
–Sí... ¡pero llega!... El hijo es aquel joven que vimos en el Tiznao. – aseveró el llanero, sin disimular su satisfacción.
–La vida paga... –murmuró Rolan.
–No... cobra y se da el vuelto. –indicó Gonzalo.
El catire sonrió tristemente. En todas partes la humanidad era igual: Bribones y buenos, abusadores y abusados. Pero, cada tanto, la naturaleza tomaba venganza de los abusos.

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IRA YAO - EL CUNAGUARO - Parte 5

IRA-YAO… IRA-YAO...

Todos somos hijos de Dios, o de la naturaleza...

El grupo volvió para Caracas.
Las semanas fueron pasando. Yanomo volvió al colegio. Allí le impondrían los conocimientos del hombre civilizado mientras él guardaba dentro sí la sabiduría de la tierra.
La cachorrita crecía. La novedad del primer momento pasó.
Los vecinos reclamaban por ese animal salvaje. Ya no se le confundía con un gato. Rolan se mudó a un suburbio, a un apartamento con fondo, que tenía cerca un monte.
La cunaguara pasaba el día encerrada mientras el joven estaba en su trabajo. Pero en la tarde, a él volver, y los fines de semana, retozaba libre en el terreno.
El instinto le hacía llegar hasta el monte. Sin embargo, el grito de Rolan más el peso de la correa que pendía de su cuello, le hacían retornar ronroneando a los pies de él.
Eso no quitaba que corriera y cazara a todo pájaro, reptil o animal que se atreviese parar en su territorio.
Rolan se hacía más introspectivo, más parecido a ella.
La cunaguara aprendía que hay cosas del hombre que debía temer, y él sentía que había cosas del animal que eran parte de sí mismo. Y no quería que ella perdiese su naturaleza.
Era carnicera, y la alimentaba así. La llevó al veterinario, quien la vacunó. En la civilización no tenía las defensas que nacen del monte.
El médico dijo que tarde o temprano le surgiría lo salvaje, tendría que devolverla a su habitat.
Y dentro del catire surgió un raro sentimiento.
Ella quedaba en pose de esfinge, o estática, o durmiendo cerca de él; viéndolo como el animal del cual dependía.
Le miraba a veces con mansos ojos de sumisión; otras con interrogante, con esa mirada profunda de los felinos que hace transportar a un mundo misterioso.
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Pablo y Rolan habían tenido otra discusión. Empirismo y razón, chocan. Desde que el isleño había sido nombrado Jefe de Planta, los enfrentamientos con el técnico eran comunes.
Normalmente, el viejo Martín los apaciguaba. Pero esta vez, mirando a Rolan con ojos llenos de sabiduría, le dijo:
–No puede haber dos tigres en el mismo monte.
Rolan comprendió. Dejó Caracas y se fue a San Fernando. Cerca de los Esteros de Camaguán, a la tierra de la cachorra.
Consiguió una casa con terreno y monte. Y, recordando las palabras de Martín y Aníbal, trajo su familia.
Llegó la señora y el hijo. Poco duró la euforia por la novedad tropical. Ella no podía adaptarse al lugar, al clima, a la gente... y a Rolan, quien se había convertido en otro ser.
No podía aceptar a ese animal que tampoco la aceptaba a ella, y le gruñía abriendo sus fauces. La cunaguara sólo se dejaba acariciar por el hijo, el cachorro del hombre Ira-yao.
Pronto, señora e hijo se marcharon de vuelta a su país. La esposa se llevaba la separación definitiva y el niño.
Rolan lo dejó ir, los cachorros deben estar con la madre.
Sólo los desalmados, o los civilizados, eran capaces de dejar huérfano a un cachorro; tal como sus compañeros lo habían hecho al matar la madre de la cunaguara.
Se despidieron en el aeropuerto de San Fernando, con un apretón de manos y una sonrisa educada en la señora, con un abrazo y lágrimas en el niño.
El cachorro del hombre había insistido en que viniese la cachorra de cunaguaro. Se despidió de ella que estaba en su jaula... Y ella le lamió la mano con ternura.
El niño volvió con su madre, quien le ordenó lavarse enseguida.
La señora con su hijo se fueron en el aeroplano.
Esa unión había sido tan etérea como el aire donde iban.
Rolan tornó a la camioneta. Sacó la cunaguara de la jaula. Ambos se sintieron libres, haciendo parte de la naturaleza.
Las semanas siguieron pasando y la cachorra creciendo.
Ya era una fuerte y hermosa felina de nueve kilos. Los vecinos en San Fernando decían que atacaba sus corrales y era un peligro para las criaturas.
Nada servía que el catire explicase que pasaba las noches encerrada y tenía correa.
Inútil razonar con los de su especie. Los demás animales responden al instinto o a la experiencia.
Pero el hombre, con su cerebro más desarrollado, puede pensar e imaginar. Y el miedo aumenta la imaginación de los ignorantes.
Vendió todo. Sólo se quedó con la cunaguara, los útiles de dibujo y la camioneta roja. Se fue a vivir a Cunaguaro, al pueblo. Allí fueron aceptados. Levantó un rancho.
Yajaira, la mujer del restorant, le ayudó. Rolan diseñaba animales y paisajes, vendiendo sus grabados a los turistas. La cachorra era motivo de atracción para los viandantes.
El catire la llevaba con él al monte próximo al río, cerca de la trocha donde quedó huérfana. Y allí, él pintaba.
Ella iba reencontrando su ambiente y salía a cazar.
Pero, cada anochecer volvía junto a Rolan, entraba en la camioneta para retornar a las casas y dormir cerca de él.
Siguió pasando el tiempo. Un día la cunaguara comenzó a refregarse contra todo y lanzar quejidos plañideros.
Yajaira le dijo a Rolan, con picardía y recriminación:
–Es una hembra, está en celo. Es peligroso retenerla en el caserío. Vendrían los machos, y los cazadores los matarán.
El catire la llevó al monte. Esa noche él permaneció en la camioneta, encerrándose. La cunaguara arañó las puertas, reclamó, para finalmente irse entre las penumbras a buscar compañero, a ser parte de la naturaleza.
Pero, de tanto en tanto, cuando sentía en la proximidad el olor de Rolan, se acercaba para verlo desde la espesura.
Y así, la hembra Ira-yao fue lo que debía ser.
Pasó el tiempo. La cunaguara hacía semanas que no venía hasta donde acostumbraba Rolan dibujar.
Oyó el gruñir típico de ella. La cunaguara surgió trayendo detrás dos cachorritos vivaces. Miró a Rolan, se detuvo por un instante, y volvió a desaparecer con sus crías tal cual había venido. Al catire se le llenaron los ojos de lágrimas.
Rolan fue quedándose más y más en el monte, hasta dormía allí. Cada tanto se acercaba al rancherío en busca de alimentos, y dejar los dibujos.
::::::
Hace tiempo que el catire no viene. Desde la carretera se ve la mancha roja de la camioneta, inmóvil entre el monte.
Heriberto y Gonzalo van a averiguar. No hay nadie. Sólo ven huellas de cunaguaro en el barro cerca del agua, en las trochas. Sólo marcas de zarpas en árboles y palmeras.
Más nada, sólo el murmullo misterioso de la naturaleza.
Nunca apareció Rolan. Quizás fue devorado por un tigre, o por un caimán, o cayó en el río infectado de pirañas.
O, simplemente, encontró su verdadero destino.
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Han pasado muchos años desde que sucedió eso.
Hoy es una leyenda:
Cuentan los llaneros que en ese monte, cada tanto, aparece un cunaguaro extraño que nadie se atreve a matar.
Tiene los ojos azules y el pelaje amarillo, casi dorado.
Un cunaguaro que cuando alguien puede acercársele, él lo mira fijo, de frente, sin temor.
Luego se mete en la espesura. Y desde allí se oye un ronco gruñido, un ronco gruñido que parece repetir:
–¡Ira-yao!... ¡Ira-yao!...


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