Sobre la represa del Guárico, sentado en el chinchorro que había colgado entre el paral del carro y un poste de alumbrado, el joven Rolan veía morir la tarde.
Hacía tres semanas que había llegado a ese país, y dos días de haber dejado la capital para ir a los esteros de Camaguán; pero, le parecía encontrarse a millones de años atrás en el tiempo.
El grupo con el cual estaba no podía ser más heterogéneo.
Los extranjeros estaban formados por: Pablo, un isleño de las Islas Canarias, mecánico. José, maduro español, soldador. Y él, Rolan, joven técnico sureño de padres franceses.
En cuanto a los nativos los constituían: Yanomo, indiecito aborigen de ocho años. Aníbal, mestizo y pintor renombrado. Y Martín, viejo herrero mezcla de indígena, blanco y negro.
Los dos últimos habían insistido en realizar ese viaje para que los musiúes conociesen la verdadera Venezuela, no la aparente y extranjerizada de la capital.
Cambiaron del altiplano de una moderna ciudad a las frías alturas de la montaña costera, para luego bajar al calor del valle e ir adentrándose en las planicies de la sabana.
La paz de la noche les hizo dormir rápido. La mañana los despertó con el estrépito de miles y miles de aves volando y cantando. Surgió el sol, y llegaba con fuerza renovada.
Y también con fuerza, surgió el hambre matinal.
Sólo tenían arepas llaneras compradas la tarde anterior en el pueblo Ortiz, el resto de un pernil de cochino y, lógicamente, abundancia de agua y frías cervezas en las cavas portátiles.
–¡Eh, Martín!... –gritó Pablo, desperezándose– ¿Qué vamos a desayunar? ¿Hay algún pueblo cerca?
–Está Calabozo, a veinte kilómetros. –indicó el viejo– Pero ahora comeremos pescado fresco. ¿No es cierto, Yanomo?
El indiecito rió confabulado. Martín sacó del auto sedales que terminaban con un alambre de acero antes del anzuelo.
Luego tomó el hueso del pernil en el cual quedaban unos restos de carne, lo ató arrojándolo a las aguas de la represa.
De inmediato se formó una ebullición donde había caído.
El niño recogió el hilo. Al llegar arriba, el hueso se hallaba blanco y mondado, brillante de limpio.
–Allá abajo está lleno de pirañas. –afirmó Aníbal– Son peces sabrosos. Los indios y los llaneros las pescan. Así que saquen la parrillera para comerlas con arepas y cerveza.
–¡Por Dios!... esos bichos devoran a la gente. –protestó con asco José, el hispano.
–Sólo a los animales enfermos o heridos. –aleccionó Martín– Y ahora nosotros desayunaremos con ellas. Es el ciclo de la vida. Un ser muere para que otro pueda vivir.
Y Rolan comprendió porqué la gente trataba con respeto al viejo. Tenía la sapiencia de la edad y de la naturaleza.
Asaron las pirañas. Pescarlas fue fácil, mordían cualquier cosa con sangre. Pero, para quitar el anzuelo se debía usar un alicate; aún agonizando, podían sacar un trozo de dedo.
Luego, reanudaron el viaje. La brisa era ya una canícula. Delante iba el jeep con Pablo y José quienes, sintiéndose los conquistadores, querían ir en lugar primero.
En la camioneta venía Rolan y Yanomo. El pequeño indio se había encariñado con él e iba diciéndole los nombres de las aves, plantas y animales que veían mientras avanzaban.
Dejaron atrás la represa. Pocos minutos después llegaron a Calabozo. Cuando bajaron en el pueblo, Rolan creyó que la nariz y garganta se le abrían quemadas por el calor.
Rápidamente marcharon de allí. Durante el camino se veían resecos pantanos y charcas. Pero, en ese mar de pasto ocre, surgían islotes de verdes palmeras y árboles.
El paisaje era de una belleza sobrecogedora, lujuriosa. Se podía mirar para todos los lados hasta el infinito y daba la sensación de estar en el centro del mundo.
Cerca de mediodía llegaron a un pequeño poblado. Con audacia, preguntaron si había un lugar donde comer.
Les indicaron un cobertizo más alejado. Al entrar quedaron pasmados; allí predominaba la limpieza.
Había una enorme cava frigorífica, seis mesas de pulcra tabla con sus sillas, un bar con variedad de bebidas y, tras un muro, la cocina y el budare donde hacían las comidas.
Jamás volverían a comer con la frescura y abundancia de alimento que fueron servidos, ni con la simpatía y belleza de una mujer criolla como la de la llanera que les sirvió.
La comida, más las cervezas en cantidad, y el poco deseo de regresar a la reverberación de afuera, hizo quedar al grupo que pronto entró en conversación con dos llaneros.
Ellos, llamados Heriberto y Gonzalo, dijeron que eran de San Fernando de Apure e insistieron en guiarlos. Tenían un jeep, pero éste con poderosos focos en el techo.
El lugar donde estaban se llamaba Cunaguaro. El nombre provenía de un felino conocido también como ocelote. Era un excelente nadador y merodeaba por las orillas de los ríos.
El cunaguaro, animal hermoso, independiente, solitario, estaba a punto de desaparecer por la persecución humana.
Sin embargo él, inteligente, aprendió a tolerar y cuidarse del hombre. Y le sobraba guáramo para llegar hasta los pueblos, aunque prefería cazar en sus territorios selváticos.
Rolan notó la admiración de los criollos hacia el cunaguaro. Hablaban de él con respeto, ya fuese de sus habilidades como de su belleza natural. Y el joven, sintió que debía conocerlo.
Pasadas las cuatro de la tarde retornaron a los carros.
Los llaneros les indicaron que podían dormir en el pueblo de Camaguán. Y, convertidos en amigos por las cervezas y el ron, se ofrecieron de baqueanos para ir de cacería esa noche.
Dijeron conocer buenos lugares donde podían encontrar algún venado, o un báquiro, o tal vez hasta un cunaguaro.
Los viajeros aceptaron. Pero, una mirada extraña unió a Martín, Aníbal, Yanomo, y Rolan. Una mirada de malestar.
Pablo llevó a Heriberto, les seguían en la camioneta Rolan y Yanomo, luego venía Martín con José, y para cerrar fila Aníbal con Gonzalo en el todoterreno del último.
Llendo hacia Camaguán la naturaleza era más serena, más verde, la planicie bajaba suave hacia el sur, al gran Orinoco.
De pronto el jeep de Pablo aceleró y, zigzagueando, pasó a la vía contraria. Rolan vio que el isleño buscaba arrollar una serpiente de dos metros que cruzaba la carretera.
Le pasó por encima pero, aún no satisfecho, frenó; puso la marcha atrás y volvió a aplastarla. Todos pararon, yendo a ver el amasijo en que se había convertido el pobre reptil.
–Es una tragavenado, una macaurel... –Yanomo murmuró, triste – en mi tribu las matamos, pero es para comerlas.
–No ataca al hombre, ni es venenosa. –completó Aníbal– Y es falso que puede tragar venados. Sólo devora roedores y alimañas, a lo máximo un cachicamo. ¿Por qué la pisaron?
–Es que los civilizados tenemos que matar para sentirnos superiores. –espetó Rolan, mirando furioso a Pablo.
–¿Qué te pasa?... –respondió el isleño, guapeando altanero– ¡Es sólo una víbora!... Primero se mata y luego se averigua.
El ambiente se volvió tenso. Ninguno de los dos jóvenes cedía en un enfrentamiento peligrosamente silencioso.
Martín se interpuso colocando una mano sobre el hombro de Rolan y, mirándole a los ojos, habló sereno:
–Tranquilos. Ya pasó… Sí, no hacía falta matarla... Pero, no todos somos iguales ni pensamos de la misma manera.
Rolan sintió la tibia mano del indiecito tomando la suya y se calmó. Miró con firmeza a Pablo y, sin decir nada, giró en silencio yendo de vuelta hacia el coche con Yanomo.
Allí quedaron, ambos sentados, esperando que retornasen los demás a sus vehículos. Martín se acercó, miró a Rolan con satisfacción y, moviendo la cabeza, dijo:
–¿Sabes algo, Catire?... Eres un gran carajo.