domingo, 15 de agosto de 2010

IRA YAO - EL CUNAGUARO - Parte 3

LOS HOMBRES

Donde esté el hombre, estará la maldad...

Los llaneros dijeron a los citadinos que los siguiesen al Tiznao, un local cercano.
Desde lejos se veía que era una mezcla de pista bailable, bar y burdel. Sobre un tinglado un conjunto de arpa, maracas y cuatro, tocaba. una música muy hermosa.
Heriberto juntó dos mesas reuniéndose el grupo. Pronto fueron rodeados por incitantes mesoneras de largas y floridas faldas, grandes escotes. Empezó a correr la bebida
Algunos salieron a bailar con las mujeres. Rolan fue hasta el carro, Yanomo dormía con la cunaguarita envuelta en el chinchorro. Ambos en su mundo de sueños... o de recuerdos.
Se dirigió al fondo. Del salón salían las parejas hacia las casuchas. La comedia del sexo comprado llegaba al final.
Bajo otro árbol, en la penumbra, le llamó la atención un joven acicalado con ropa lujosa que estaba con dos policías. El joven y los dos agentes se fueron entre la oscuridad.
Oyó el quebrar de una rama en la tierra. Era Gonzalo, que venía con un vaso en la mano.
–¿Qué pasa, catire? ¿Qué está haciendo aquí? –preguntó.
–Mirando vivir... –respondió Rolan con triste sonrisa.
Al rato, de la oscuridad surgieron aquel joven acicalado y los dos policías. Éstos tenían una mirada pervertida, de burla. El joven una dolorosa sonrisa masoquista de desahogo.
–Si el viejo lo viera. –murmuró Gonzalo– Al padre le sobra guáramo. Es un macho. Un caudillo... Y tener un hijo así. Hijo de tigre nace con rayas... pero éste salió rayao.
Rolan, movió la cabeza y prefirió no comentar.
Después, se fueron todos para Camaguán. Esa noche la cachorrita Ira-yao durmió junto a él. Extrañaba los latidos del corazón de su madre, y los halló en el de Rolan.
En la mañana, le despertó un roce mullido. Tenía frente a sí la hermosa trompa de la cachorrita. Y, tras ella, el rostro sonriente de Yanomo, quien había dormido en la otra cama.
El indiecito le golpeaba la cara con una de las manos de la cunaguarita, repitiendo:
–Despierta, hombre Ira-yao. Tengo hambre...
Se levantó de inmediato, e instintivamente miró la cama.
–Durmió a tu lado. –dijo el muchacho– Pero, quédate tranquilo. Ningún gato ensucia donde duerme.
–Sí, ya veo. ¿Y por qué la tienes amarrada así?
El indiecito le había puesto un guaral cruzándolo sobre pecho, garganta y anudándole sobre el lomo del animal. El otro extremo lo tenía sujetado a la muñeca de él.
–Ya la saqué afuera e hizo lo suyo. Si no estuviese atada hubiese huido para el monte y no la encontraríamos más. Cualquier animal la hubiese matado.
Rolan acariciaba el lomo y la cabeza de la cachorra. Ella refregó la frente contra la mano del joven. Y con gozo le lamió un dedo, mordiéndolo tiernamente.
–Está dejando su marca. –siguió Yanomo– Ahora eres el animal que la protege. Te pide comida. Tiene hambre, y la madre está muerta. La están desollando en este momento.
Rolan sintió en su dedo el filo de los dientecitos, el clavo de los colmillos, la succión de la áspera lengua. Pero, sobre todo, sintió rabia hacia la especie humana.
–Cuidado. –previno el indiecito– Es una cachorra, pero si muerde puede perforar un dedo. Y si araña, abrir la carne. Los animales tienen cuero; nosotros, una débil piel.
–¿Qué le podremos dar de comer? –preguntó Rolan.
–Lo que toman todos los cachorros... ¡leche!... Ya le dije a la cocinera que le entibie un vasito y tenga mucha manteca. La leche de los animales es más grasosa.
–Yanomo... ¿Cómo sabes tanto? – murmuró admirado.
–Soy indio. Las aprendí en la tribu... y ahora en el colegio.
Rolan se sintió otra vez insignificante. Luego, con el niño, improvisaron una tetina para la cunaguarita, quien después de mamar quedó dormida en las piernas del catire.
A mitad mañana salieron para San Fernando de Apure. Y Yanomo le hizo con cañas una jaula a la cachorra.
Llegaron a Puerto Miranda. El río Apure era enorme, con un caudal turbulento de aguas barrosas.
La mayoría de los botes eran curiaras, hechas ahuecando troncos a lo indio; que, llevando en sus popas fuertes motores fuera de borda, iban y volvían de San Fernando.
El camino terminaba en un farallón a metro y medio sobre el río. Gonzalo dijo que esa era la orilla en época normal pero ahora, con la sequía, las barcas atracaban más abajo.
Deberían esperar dos horas para su el trabordador
Yanomo invitó a Rolan para zambullirse desde la rampa. Apenas entró en el agua, tuvo que hacer acopio de valentía. No se veía nada dentro, era turbia, la corriente fortísima.
Cada vez que llegaban al remanso de la playa, el niño lo tomaba de la mano y le arrastraba nuevamente a la barranca, riendo y gritándole mientras saltaban juntos:
–¡Vamos, hombre Ira-yao!... El cunaguaro no tiene miedo del agua. A los Ira-yao les gusta trepar y nadar.
–Mire, musiú... en ese río hay pirañas… –Heriberto le dijo.
–A buena hora lo dice. –respondió entre burlón y serio.
–No hay peligro. –terció Yanomo– Tu eres hombre Ira-yao. Yo tengo la señal del caribe, no me morderán otra vez.
Y mostrando la pantorrilla de su pierna izquierda indicó un hueco del tamaño de una nuez. Rolan miró a Aníbal.
–Es una mordida de piraña. –dijo éste– Siendo chico, su madre debe haberlo puesto en el río para ser marcado por los caribes. Creen que así, nunca más serán atacados.
Rolan reflexionó si no habría algo de verdad. Cada vez se sentía más compenetrado con la naturaleza primitiva.
Llegó el trasbordador, y eso le hizo reír. Era una simple chata sobre algo que le hacía flotar. Sin embargo, cargó los carros de los viajeros y un enorme camión de cervezas.
Sólo Gonzalo, Heriberto acompañaron a los vehículos. Los demás subieron a curiaras que los llevaron a través del río.
No se sabía quienes eran los más audaces. En la curiara el agua estaba a pocos centímetros de la borda. En la gabarra, la baranda era un mecate que iba entre los palos.
El hotel también era otro ejemplo de anacronismos. El frío del aire acondicionado contrastaba con la realidad exterior.
Quizás fue por la cachorra, o el ver a Yanomo, o las caras de mestizos de Martín y Aníbal; pero a ellos les dieron una choza turística en los fondos. En cambio, a Rolan, Pablo y José le ofrecieron una habitación en la parte alta del hotel.
Ante el asombro de turistas y empleados, Rolan sacó de inmediato la cunaguarita de su encierro y, tomándola en sus brazos, dijo que iría con los nativos a la cabaña.
Dejando dentro el cuarto a la cunaguarita, se dirigieron a almorzar. Martín le pidió a Rolan platos de la región:
Lapa y Pastel de Morrocoy. Eran de sabor exquisito.
El hotel tenía un pequeño zoológico para mostrar la fauna de la región a los turistas. Cuando Rolan vio al armadillo y a la tortuguita que había comido, juró no volverlo a hacer.
–Hombre Ira-yao, –rió Martín– al cunaguaro le gustan.
–Pero aún soy un ser humano. –dijo Rolan, afligido.
Se acercó un alto extranjero, rubio y alcoholizado. Venía con un viejo llanero quien, autoritario, espetó a Rolan:
–¿Usted tiene el cachorro de la cunaguaro?... Lo compro.
Y el ebrio extranjero, dando su tarjeta, chapurreó:
–Yo representar grandes peleteros... ¡Pagar bien!... Ya tener piel de la madre... ser muy bella...
–Sí, un hermoso animal. –replicó Rolan– Y más cuando estaba viva. Una hembra con cría. Matada por gente como ustedes. No les daría la cachorrita por nada en el mundo.
–La compra de esa piel está prohibida. –aseveró Aníbal– y no se pueden sacar del país los animales autóctonos.
–¡Bah!... –contestó el extranjero con aliento a alcohol– todo se puede comprar... y cuando algo es prohibido, vale más.
Aníbal y Rolan volvieron a su charla, despreciando así al traficante y al rico llanero. Éstos, aún no reponiéndose del asombro, giraron. Y, con sonrisa sarcástica, se marcharon.
Rolan pidió un vaso de leche y un poco de pollo crudo para la cachorra. Ella dependía de él, debía alimentarla

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