IRA-YAO… IRA-YAO...
Todos somos hijos de Dios, o de la naturaleza...
El grupo volvió para Caracas.
Las semanas fueron pasando. Yanomo volvió al colegio. Allí le impondrían los conocimientos del hombre civilizado mientras él guardaba dentro sí la sabiduría de la tierra.
La cachorrita crecía. La novedad del primer momento pasó.
Los vecinos reclamaban por ese animal salvaje. Ya no se le confundía con un gato. Rolan se mudó a un suburbio, a un apartamento con fondo, que tenía cerca un monte.
La cunaguara pasaba el día encerrada mientras el joven estaba en su trabajo. Pero en la tarde, a él volver, y los fines de semana, retozaba libre en el terreno.
El instinto le hacía llegar hasta el monte. Sin embargo, el grito de Rolan más el peso de la correa que pendía de su cuello, le hacían retornar ronroneando a los pies de él.
Eso no quitaba que corriera y cazara a todo pájaro, reptil o animal que se atreviese parar en su territorio.
Rolan se hacía más introspectivo, más parecido a ella.
La cunaguara aprendía que hay cosas del hombre que debía temer, y él sentía que había cosas del animal que eran parte de sí mismo. Y no quería que ella perdiese su naturaleza.
Era carnicera, y la alimentaba así. La llevó al veterinario, quien la vacunó. En la civilización no tenía las defensas que nacen del monte.
El médico dijo que tarde o temprano le surgiría lo salvaje, tendría que devolverla a su habitat.
Y dentro del catire surgió un raro sentimiento.
Ella quedaba en pose de esfinge, o estática, o durmiendo cerca de él; viéndolo como el animal del cual dependía.
Le miraba a veces con mansos ojos de sumisión; otras con interrogante, con esa mirada profunda de los felinos que hace transportar a un mundo misterioso.
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Pablo y Rolan habían tenido otra discusión. Empirismo y razón, chocan. Desde que el isleño había sido nombrado Jefe de Planta, los enfrentamientos con el técnico eran comunes.
Normalmente, el viejo Martín los apaciguaba. Pero esta vez, mirando a Rolan con ojos llenos de sabiduría, le dijo:
–No puede haber dos tigres en el mismo monte.
Rolan comprendió. Dejó Caracas y se fue a San Fernando. Cerca de los Esteros de Camaguán, a la tierra de la cachorra.
Consiguió una casa con terreno y monte. Y, recordando las palabras de Martín y Aníbal, trajo su familia.
Llegó la señora y el hijo. Poco duró la euforia por la novedad tropical. Ella no podía adaptarse al lugar, al clima, a la gente... y a Rolan, quien se había convertido en otro ser.
No podía aceptar a ese animal que tampoco la aceptaba a ella, y le gruñía abriendo sus fauces. La cunaguara sólo se dejaba acariciar por el hijo, el cachorro del hombre Ira-yao.
Pronto, señora e hijo se marcharon de vuelta a su país. La esposa se llevaba la separación definitiva y el niño.
Rolan lo dejó ir, los cachorros deben estar con la madre.
Sólo los desalmados, o los civilizados, eran capaces de dejar huérfano a un cachorro; tal como sus compañeros lo habían hecho al matar la madre de la cunaguara.
Se despidieron en el aeropuerto de San Fernando, con un apretón de manos y una sonrisa educada en la señora, con un abrazo y lágrimas en el niño.
El cachorro del hombre había insistido en que viniese la cachorra de cunaguaro. Se despidió de ella que estaba en su jaula... Y ella le lamió la mano con ternura.
El niño volvió con su madre, quien le ordenó lavarse enseguida.
La señora con su hijo se fueron en el aeroplano.
Esa unión había sido tan etérea como el aire donde iban.
Rolan tornó a la camioneta. Sacó la cunaguara de la jaula. Ambos se sintieron libres, haciendo parte de la naturaleza.
Las semanas siguieron pasando y la cachorra creciendo.
Ya era una fuerte y hermosa felina de nueve kilos. Los vecinos en San Fernando decían que atacaba sus corrales y era un peligro para las criaturas.
Nada servía que el catire explicase que pasaba las noches encerrada y tenía correa.
Inútil razonar con los de su especie. Los demás animales responden al instinto o a la experiencia.
Pero el hombre, con su cerebro más desarrollado, puede pensar e imaginar. Y el miedo aumenta la imaginación de los ignorantes.
Vendió todo. Sólo se quedó con la cunaguara, los útiles de dibujo y la camioneta roja. Se fue a vivir a Cunaguaro, al pueblo. Allí fueron aceptados. Levantó un rancho.
Yajaira, la mujer del restorant, le ayudó. Rolan diseñaba animales y paisajes, vendiendo sus grabados a los turistas. La cachorra era motivo de atracción para los viandantes.
El catire la llevaba con él al monte próximo al río, cerca de la trocha donde quedó huérfana. Y allí, él pintaba.
Ella iba reencontrando su ambiente y salía a cazar.
Pero, cada anochecer volvía junto a Rolan, entraba en la camioneta para retornar a las casas y dormir cerca de él.
Siguió pasando el tiempo. Un día la cunaguara comenzó a refregarse contra todo y lanzar quejidos plañideros.
Yajaira le dijo a Rolan, con picardía y recriminación:
–Es una hembra, está en celo. Es peligroso retenerla en el caserío. Vendrían los machos, y los cazadores los matarán.
El catire la llevó al monte. Esa noche él permaneció en la camioneta, encerrándose. La cunaguara arañó las puertas, reclamó, para finalmente irse entre las penumbras a buscar compañero, a ser parte de la naturaleza.
Pero, de tanto en tanto, cuando sentía en la proximidad el olor de Rolan, se acercaba para verlo desde la espesura.
Y así, la hembra Ira-yao fue lo que debía ser.
Pasó el tiempo. La cunaguara hacía semanas que no venía hasta donde acostumbraba Rolan dibujar.
Oyó el gruñir típico de ella. La cunaguara surgió trayendo detrás dos cachorritos vivaces. Miró a Rolan, se detuvo por un instante, y volvió a desaparecer con sus crías tal cual había venido. Al catire se le llenaron los ojos de lágrimas.
Rolan fue quedándose más y más en el monte, hasta dormía allí. Cada tanto se acercaba al rancherío en busca de alimentos, y dejar los dibujos.
::::::
Hace tiempo que el catire no viene. Desde la carretera se ve la mancha roja de la camioneta, inmóvil entre el monte.
Heriberto y Gonzalo van a averiguar. No hay nadie. Sólo ven huellas de cunaguaro en el barro cerca del agua, en las trochas. Sólo marcas de zarpas en árboles y palmeras.
Más nada, sólo el murmullo misterioso de la naturaleza.
Nunca apareció Rolan. Quizás fue devorado por un tigre, o por un caimán, o cayó en el río infectado de pirañas.
O, simplemente, encontró su verdadero destino.
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Han pasado muchos años desde que sucedió eso.
Hoy es una leyenda:
Cuentan los llaneros que en ese monte, cada tanto, aparece un
Tiene los ojos azules y el pelaje amarillo, casi dorado.
Un cunaguaro que cuando alguien puede acercársele, él lo mira fijo, de frente, sin temor.
Luego se mete en la espesura. Y desde allí se oye un ronco gruñido, un ronco gruñido que parece repetir:
–¡Ira-yao!... ¡Ira-yao!...
...ooOoo...
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