EL LUGARNo hay lugares, diferentes,
hay personas distintas...
Rolan, con sus amigos, salieron a conocer. Vieron babas de casi metro y medio, también caimanes que superaban los tres metros.
Y también observaron sus tapados nidos donde dejaban los huevos.
Los llaneros les decían que por la altura de esos nidos se podía saber cuando vendrían las lluvias y donde llegaría la crecida del río. Ese año los habían hecho muy abajo.
En el atardecer, Rolan estaba en el fondo de la choza con Martín, Aníbal, Yanomo y la cunaguarita.
A ésta le habían alargado el guaral para que pudiese correr con el indiecito. Los arreboles en el cielo imponían respeto.
El ruido de miles aves volviendo a sus nidos llenaba el aire. Paraulatas, Periquitos, Guacamayas, Cardenalitos, Corocoros, Patos Güirí, Chusmitas. Hasta se veía el solitario halcón Caricare y los gregarios zamuros.
La cunaguarita volvía cada tanto, refregándose contra las piernas de Rolan con un imperceptible ronroneo.
–Catire... ¿tienes cachorros? –le preguntó Martín.
Le sorprendió la pregunta. Pero, se iba haciendo a la forma natural de esas personas. En ellos no existía la falsa cortesía de los citadinos de otros países. Eran amigos o no.
–Sí. –respondió– Uno de cuatro años, está con mi señora... Lejos... hace tres meses que no lo veo.
–Hum... Eres civilizado, tienes señora. Nosotros, mujer; el cunaguaro, hembra. Mira, la cachorrita ya no recuerda a su madre. Para ella, ahora tú eres su conexión a la existencia. No hay unión que resista la distancia y el tiempo.
Volvió el silencio en tanto los hombres miraban lejos.
–Tú eres joven... –siguió el viejo– y esta tierra también. La ves marchita por la sequía, pero apenas lleguen las lluvias rejuvenecerá con lujuria tropical. No podrás estar solo.
–Catire... –continuó– tú tienes ojos azules pero parecen de cunaguaro, el pelo amarillo igual, y el cuero blanco como su pecho... Tú te vas a quedar, haces parte de la tierra, de la naturaleza, tienes alma de cunaguaro.
–Yanomo piensa lo mismo. –dijo Rolan– Y, por lo que he visto hasta ahora, hasta yo lo voy creyendo.
–Una vez leí, –indicó Aníbal– que, no sé cuando, todas las tierras estaban juntas. Y que todos los animales venimos del mismo reptil anfibio, el cual, sabrá él porqué, decidió quedarse en tierra. Quizás entonces el cunaguaro y tú compartieron algo de la forma de ser, y aún lo mantienen.
–Fue una época donde todos éramos animales, ni buenos ni malos, queriendo vivir. –comentó Rolan– Unos pudieron, otros no. Pero luego el hombre se volvió tan engreído que ni quiere reconocer que es un animal más... a veces el peor.
Los otros rieron. El artista mestizo volvió a hablar:
–Tus amigos se irán. Muchos de los extranjeros, tarde o temprano se marcharán. Son como los patos que vienen de tierras lejanas. Aparecen cuando los granos y el arroz están en abundancia. Aquí se llenan, se hartan. Y cuando esa riqueza empieza a escasear... se van.
–Tu padre se quedó. –dijo Rolan, buscando justificativo.
–Él también tenía alma de cunaguaro. El Ira-yao siempre estuvo, está... y estará. Él es muy inteligente, le deja los poblados al hombre, mientras él sigue en el monte.
–Le debe costar comer con esta sequía. –cortó un hispano.
–Un poco, nada más. –continuó el mestizo– En los meses de abundancia come cachicamos, rabipelaos, lapas, crías de monos, pequeños chigüires, pecaríes y venados, lagartos, morrocoyes; iguanas. Y como anda por las ramas y sabe nadar, no desprecia las aves y los pescados.
–¡Vaya!... –volvió a cortar José– es todo un cazador.
Los demás le miraron serios para que no interrumpiese, y el hombre ocultó su pena tras el vaso de cerveza.
–Sí que lo es. –retomó el cuento, Aníbal– Pero en la mala se conforma; caza ranas, ratones, peces, cangrejos, culebras, lagartijas, restos, y salta para atrapar insectos, palomas y pájaros. Solamente si el hambre lo obliga, se anima a llegar hasta los poblados para llevarse cochinitos y aves de corral. No ataca a las personas... ya sabe lo que son las armas.
–Sin embargo, la cunaguara no escapó. –indicó Pablo.
–Porque estaba encandilada, –dijo agriamente el mestizo– o tal vez... porque protegía a su cachorra. Sólo una hembra es capaz de eso. Es algo que nunca sabremos. Una madre lo comprende, pero nosotros somos hombres.
–Y nos creemos más hombres detrás de un rifle. –lanzó la frase Rolan, con acentuada amargura, viendo el fondo de su vaso vacío de ron.
Todos miraron a Pablo, esperando una respuesta, pero éste se hizo el indiferente. A lo lejos surgió la figura de Yanomo y la cunaguarita. El indiecito le soltó la correa.
La cachorrita vino corriendo y de un salto cayó sobre las piernas de Rolan, acurrucándose como un gato en ellas.
Todos sonrieron. Sobraban las palabras.
Quedaron allí un rato más. Tenían tanto que aprender los musiúes, y tanto que enseñar los criollos. Fueron al bar.
Rolan se llevó la cachorrita y la dejó dormitando sobre la cama. Luego se dirigió a la piscina del hotel. Quedó viendo el cielo lleno de estrellas. La voz de Gonzalo lo sobresaltó:
–Usted es catire extraño. Se enfrenta a un compañero por una culebra, no tiene miedo a un báquiro por salvar un indio, adopta a un cunaguaro salvaje, y tiene las agallas de ignorar a ese viejo que es un poderoso dueño de fundos... Sin embargo, usted siempre parece querer andar solitario.
–Pienso que sólo se debe matar para comer. –respondió– Que se debe ayudar a alguien en peligro. Que mientras coma, beba, orine y defeque, ningún hombre será superior a otro. Y que con la verdad, no ofendo a nadie.
–No se confíe con ése. –murmuró Gonzalo– Le gusta matar, animales y personas. Aquí había tigres, pumas. Vino la moda de las pieles. Ése y sus amigos los exterminaron. Tiene muchos hatos. Y muchos muertos encima. Si alguien le molesta, lo elimina. Es poderoso, no importa quien esté en el gobierno. A los gobernadores los maneja él.
–Parece que lo conoce. –dijo Rolan, incitándole a hablar.
–¿Quién no?... En el siglo pasado sus padres pusieron una quincalla en San Fernando. Hicieron reales. Tuvieron un hijo, Crisóstomo, ese caudillo. Crisóstomo salió guapo, padrote. Cuando joven, iba a las tribus trayéndose una india joven... para que lo cuidase por un tiempo... y al tener ésta la barriga grande, la devolvía, regresando con otra.
–Hombre responsable... –interrumpió, irónico, Rolan.
–Decía que así mejoraba la raza de esos micos, como él los llamaba. Mayor, se casó con una niña de la capital, que le dio un hijo y ella murió. Crisóstomo se volvió un tirano. Apoyado por la dictadura de Gómez, se hizo de hatos por la ley o por la fuerza. Él era el comisario. La ley y la fuerza.
–Ahora no hay dictadura. –comentó el joven.
–¡Vamos, compadre!... Siempre es igual. No importa quien esté en el poder. Es el mismo musiú con diferente cachimbo, lo que ustedes llaman pipa. –aclaró Gonzalo.
–Hay una justicia más grande que la del hombre, aunque a veces parece que no llegase. –Rolan dijo como reflexión.
–Sí... ¡pero llega!... El hijo es aquel joven que vimos en el Tiznao. – aseveró el llanero, sin disimular su satisfacción.
–La vida paga... –murmuró Rolan.
–No... cobra y se da el vuelto. –indicó Gonzalo.
El catire sonrió tristemente. En todas partes la humanidad era igual: Bribones y buenos, abusadores y abusados. Pero, cada tanto, la naturaleza tomaba venganza de los abusos.
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